El Occidente, la ética y la razón económica

La fuerza de seducción del Occidente estriba mucho más en la promesa del bienestar que en la preocupación por la libertad real de todos los hombres.

Si algo caracteriza con fuerza al Occidente es sin lugar a dudas su insistencia en un mensaje ético, universal, dirigido a todos los hombres. Occidente es el lugar de una modernidad que no se reduce a la modernización de tipo tecnológico sino que la traspasa y trasciende hacia una suerte de misión salvadora de tipo laico: emancipar a todos los hombres para que sean seres autónomos y críticos, sujetos libres y soberanos, ciudadanos integrales a la vez que emprendedores eficaces. Eso, al menos, dice Occidente de sí mismo. Pero, ¿será cierto? ¿No estaremos en presencia de una operación retórica, de una mistificación?
Subrayemos lo básico: el Occidente sería un conjunto de valores cuyo rasgo dominante es la universalidad. Sin embargo, en la práctica este universalismo ha sido vaciado por un utilitarismo que considera el dinero como el fin supremo de la vida. En esta dirección, la economía política ha sido y es el discurso que constantemente desplaza y posterga el universalismo ético: bien puede decirse también que el Occidente es una receta aparentemente universal para conducir y cerrar negocios.

Para los defensores de la “cultura occidental”, entendiéndose por esto, el mensaje ético esbozado arriba, la reducción del Occidente a una mera entidad económica no es sólo un contrasentido, sino su misma suerte. No obstante, la economía política, la técnica, la tecnocracia no son productos extraños a este Occidente, son parte del Occidente mismo.

Presenciamos así la siguiente contradicción: el Occidente y su modernidad son, a la vez la liberación del hombre por el hombre y la negación del hombre por la técnica y por las “razones de la economía política”. Pero se trata sólo de una contradicción teórica, aparente, porque en la práctica conducir y cerrar negocios ha llevado y lleva siempre la delantera sobre el mensaje ético que incluye la universalización de los derechos del hombre.

Por eso se puede hablar inclusive di un “imperialismo de los derechos humanos”, toda vez que, so pretexto de liberar a los hombres se invaden países mediante “guerras preventivas” con el fin de asegurar mercados y negocios: la economía política es la otra cara del humanismo, la otra cara oscura de una luna menguante, en la medida en la que el mensaje ético pierde gran parte de su credibilidad al ser carcomido por los triunfos y fracasos del mercado.

Ciertamente, el mensaje ético unido a cierto éxito parcial de la economía política, que ha generado en algunos países un consistente bienestar, han permitido que el mundo se haya ampliamente occidentalizado y modernizado. Nos lo demuestra la existencia de una Declaración Universal de los Derechos del Hombre, de la Organización de las Naciones Unidas y de un Derecho Internacional Público y Privado cuyos inspiradores son Grocio y Pufendorf, así mismo como una serie de tratados de libre comercio internacional defendidos por un aguerrido “G8”.

La fuerza de seducción del Occidente estriba mucho más en la promesa del bienestar (conducir y cerrar negocios, lucrarse, obtener dinero y sobretodo gastarlo) que en la preocupación por la libertad real de todos los hombres, por ejemplo, que sus necesidades básicas estén satisfechas para el desarrollo de una vida espiritual plena y dichosa.

Y esta clase de seducción, lograda mediante el desencadenamiento utilitarista del interés personal, vacía también la forma política predilecta del Occidente: la democracia no es sino, en muchos casos, el parapeto que permite a las razones de la economía instrumentalizar a todos los hombres, reduciéndolos a engranajes de la gran máquina técnica.

A pesar de todo eso, en aras a la honestidad intelectual, debemos decir que es difícil disociar, separar e identificar puntualmente la vertiente emancipadora, aquella de los Derechos del Hombres, de la vertiente explotadora, aquella de la lucha por la ganancia. Las dos son el derecho y el revés de una misma moneda. Esta moneda es Occidente que no se deja definir ni siquiera acudiendo a sus rasgos más básicos, lo que no significa que no se lo pueda caracterizar como estamos haciendo.

En el seno de esta caracterización, no podemos eliminar el componente ético propio del universalismo occidental, pero tampoco podemos olvidar que el Occidente es, en tanto fuerza modernizadora, el lugar por excelencia de las relaciones mercantiles y de su versión extrema, a saber las relaciones capitalistas. Una sociedad en la que existen relaciones mercantiles reguladas bajo la óptica capitalista alberga siempre un fermento de destrucción del orden político y ético. El valor económico es a la vez un anti valor ético.

Sin embargo, reducir el Occidente al sistema capitalista es también errado, porque implica que aquello que aconteció antes del nacimiento del capitalismo no le concierne al mismo. No podemos olvidar que durante siglos el Occidente ha sido el lugar del cristianismo y que todavía hoy, como lo ha mostrado el largo debate entre el sumo Pontífice y el Parlamento Europeo en lo relativo a la redacción de la Constitución Europea, las fuerzas cristianas se baten para identificar Europa y el Occidente más en general como ese lugar. Que la nueva Constitución Europea no haya recogido la preocupación del Santo Padre sólo muestra que estamos en la fase de un mensaje ético universal pero laico, lo que señala la importancia que todavía tiene en el nivel de los documentos programáticos (retóricos) la misma ética.

“Si, como en este mismo número de “a-Nexus” se señala, el Occidente se oculta a sí mismo, se trata de un “occidente oculto”, este ocultamiento acontece, entre otras cosas, a causa de las abigarradas contradicciones que caracterizan la modernidad occidental. Y tales condiciones son las que se exportan en el mundo y frente a éstas cada país, incluyendo Venezuela, debe confrontarse.

Es imposible superar la modernidad eludiéndola. Se puede ser un “náufrago” de ella, pero jamás alguien que no ha surcado su mar. Es un viaje que la mayoría de los pueblos y naciones no ha elegido; es un viaje que les ha sido impuesto y, precisamente por ello, es un viaje que, guste o no, se ha vuelto necesario.

También Venezuela en pleno proceso revolucionario se debate entre el mensaje ético del “hombre nuevo” y las razones económicas de un desarrollo que, por más endógeno que sea, no elude las amargas consideraciones realizadas a propósito del mismo Occidente. En este sentido, por cierto muy reducido, Venezuela conoce los mismos problemas del Occidente, sin que eso signifique que sea o quiera ser un país occidental.

Massimo Desiato