Una historia más sobre lo cotidiano: el agua potable

agua
 

 

José Luis Pérez Quintero

Como le dije en mi artículo pasado, lo que consideramos común y provechoso hoy en día es fruto del esfuerzo monumental y mancomunado de hombres y mujeres que se atrevieron a pensar más allá de lo establecido, y hoy me gustaría compartir con usted una historia sobre uno de esos productos cotidianos: el agua potable, ese líquido que en Venezuela es escaso y de calidad cuestionable, pero que sabemos es vital, por lo que sin duda lo ha consumido ya en el día de hoy o lo consumirá muy pronto.

En la actualidad puede hallarlo en distintos recipientes y de distintas maneras. Idealmente, pero bastante lejos de la realidad, debería brotar de forma cuantiosa de cualquier llave de paso de su casa y en cualquier horario, pero si no es así lo puede encontrar surgiendo de la boca de su filtro, hirviendo durante varios minutos en una olla puesta al fuego de su cocina o almacenado en vasos, botellas, botellones, garrafas y camiones cisterna. Así es hoy, pero hace sesenta años no era tan fácil de conseguir, es más, muchas personas no estaban convencidas de su importancia.

Everett Rogers, un conocido sociólogo estadounidense, narra en su libro Difusión de las Innovaciones una historia que vivió otro investigador, Wellin, en 1955: en aquella época, el pueblo de Los Molinos, ubicado en Perú, padecía una creciente fiebre tifoidea. Las bacterias alojadas en sus fuentes de agua favoritas ingresaban a su organismo sin que nada se lo impidiese.

Entonces la Salmonella typhi y la Salmonella paratyphoid hacían sus estragos comunes: fiebre alta, dolor abdominal, erupciones, hemorragias intestinales; todo porque hervir el agua no formaba parte de la cultura local, como tampoco el conocimiento sobre las bacterias y sus consecuencias en el organismo humano.

Así como la simple rutina de hervir el agua antes de tomarla cambió la vida de ese pueblo, la adopción de muchas otras pequeñas innovaciones científicas permitió el progreso de la humanidad. Piense, por ejemplo, en qué haríamos hoy en día para alimentar a la bomba demográfica que suponen billones de personas si no hubiésemos pasado por la industrialización de la agricultura. Piense también en el destino de quienes producto de una pequeña herida infectada morirían sin antisépticos y antibióticos o en lo que haríamos en un mundo oscuro, sin conocimiento sobre la electricidad.

La ciencia y la tecnología, pese a lo que digan sus detractores y al silencio de la opinión pública, han sido herramientas para nuestro desarrollo como especie. No hablo únicamente del crecimiento del espacio para los libros en las bibliotecas o para los documentos en internet: hablo de auténtico desarrollo social, como el vivido por un hombre que al verse curado de su enfermedad pudo producir más en sus cultivos y alimentar mejor a su familia, pudo comprar un tractor y otras herramientas productivas y comenzar entonces a exportar el fruto de su trabajo y a colaborar más activamente con el Producto Interno Bruto de su país, que en retribución le brindó mejores opciones para la educación de sus hijos hasta que la tecnología de su negocio no provino más de los llamados países desarrollados, sino de su propio país, de la patente que uno de sus hijos creó en un país que ya no era como el de su nacimiento, cuando todavía bebían agua sin hervir y discutían sobre los horrores de epidemias incontrolables, sino que ahora estaba rodeado por aires de modernidad, de calidad de vida, de progreso.

La ciencia es más que un método, un producto o una ocupación, es una herramienta para la solución de los problemas, para el empoderamiento de la gente, para la reducción de las diferencias entre las naciones, para la mejora de todos. Cuando tome un vaso y lo llene con agua, seguro de que luego de deglutir el líquido no tendrá peligro de morir, sino que simplemente se hidratará, recuerde que ese vaso no es simplemente un vaso de agua, es un monumento centenario al conocimiento humano, un regalo para que usted pueda tener hoy una mejor vida, un recordatorio para indagar más sobre nuestro pasado e investigar más para alcanzar un mejor futuro.

Por cierto, si es de esas personas que toman agua solo por deber pero prefieren tragos envasados, con más sabor, duraderos e igual de seguros, muy probablemente le debe su placer a la pasteurización, trabajo homónimo del químico francés Louis Pasteur, quien desarrolló hace más de doscientos años una técnica para disminuir los peligros contenidos en los líquidos, como la presencia de bacterias, sin alterar sustantivamente el sabor de la bebida. ¿El secreto? Almacenar los líquidos en envases herméticos, someterlos a temperaturas altas durante cortísimo tiempo y enfriarlos rápidamente.

Disfrute entonces su bebida favorita, su vinito, su cerveza o lo que más prefiera, pero sepa que viene acompañada con una pizca de ciencia y que sin duda pronto llegará más condimentado.

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