Necesitamos más progreso, no más torres de papel

Investigación, desarrollo e innovación es un concepto de reciente aparición, en el contexto de los estudios de ciencia, tecnología y sociedad...
Investigación, desarrollo e innovación es un concepto de reciente aparición, en el contexto de los estudios de ciencia, tecnología y sociedad...
Investigación, desarrollo e innovación es un concepto de reciente aparición, en el contexto de los estudios de ciencia, tecnología y sociedad…

 

 

 

En mi artículo anterior, conversamos acerca de la importancia que tiene para el desarrollo social la divulgación de las innovaciones científico-tecnológicas, y aunque hasta ahora he hablado de aspectos positivos de la ciencia y de la tecnología, también hay que sincerar los errores cometidos.

Si bien la Teoría de la Difusión de Innovaciones buscaba colaborar con el progreso de las sociedades menos favorecidas, no logró su cometido: intereses políticos y económicos privaron sobre el beneficio social. Los países desarrollados compartieron su conocimiento, pero a la larga, según la investigadora Argelia Ferrer Escalona, la forma en la que ocurrió esa transferencia aseguró que el llamado Tercer Mundo no avanzara significativamente en la carrera del desarrollo.

En el libro de Ferrer, Periodismo científico y desarrollo: Una mirada desde América Latina, se expone cómo en la práctica se aplicaron limitaciones al acceso a la ciencia y la a la tecnología. Por ejemplo, el agricultor tradicional pudo obtener un tractor para mejorar su producción —que no era el más moderno—, pero no así el conocimiento para fabricar sus repuestos, por lo que se creó una relación de dependencia entre ese productor agrícola y la empresa que le facilitaba la tecnología. De esa manera, los países desarrollados mantuvieron su liderazgo económico, y aunque se mejoraron aspectos en el resto del mundo, se mantuvo una brecha en el alcance de la llamada Modernidad.

Básicamente, se aplicó una lógica industrial para la resolución de un problema social: lo que importa es producir más ganancias y mantener la necesidad de los consumidores, no solucionar la necesidad, porque se acabaría la entrada de recursos por la venta del producto o servicio.

Aunque parece un problema lejano, esa visión no solo persiste, sino que se ha arraigado dentro de las instituciones universitarias: hay que tener más estudiantes, hay que generar más artículos científicos, hay que escribir más libros y graduar a más doctores. Hay que generar más cantidad que permita una mayor reputación y que atraiga a más inversores y consumidores, ¿pero qué pasa con la calidad?

Todos los recursos son limitados. El salón de clases es limitado, el cuerpo docente es limitado, los recursos tecnológicos universitarios son limitados, la proyección de la voz del profesor es limitada y todos esos aspectos —junto con muchos otros— también limitan la capacidad de aprendizaje del estudiante.

En un entorno en el cual la aprobación mayoritaria del curso es imperativa, pues afecta la evaluación del docente (el número de egresados es un activo valiosísimo para las universidades), al profesor no le queda más opción que ceder a la presión institucional y permitir el avance de estudiantes precariamente formados que a la larga serán parte de las filas de próximos docentes que enseñarán con la misma precariedad con la cual aprendieron y que seguirán avanzando en distintos niveles académicos en la medida en que el “virus” de la mediocridad socialmente aceptada con fines económicos se expanda en todos los segmentos de las instituciones productoras de conocimiento.

El área de investigación y desarrollo lamentablemente ya sufre las consecuencias de la visión industrial. Universidades de renombre, nacionales e internacionales, seleccionan, financian y priorizan a aquellos investigadores que produzcan más publicaciones, tutoren o evalúen más estudios, dicten más clases y asistan a más congresos.

Asumiendo que los estudios, ponencias y demás actividades del investigador son pertinentes, exhaustivas y de altísima calidad no habría ningún problema, pero lo cierto es que realizar trabajos de ese calibre, que sean capaces de cambiar a la sociedad y generar progreso constatable, requiere tiempo, mucha dedicación, muchísimos recursos.

Lamentablemente, aquel investigador que decida dedicarse al estudio de un problema complejo verá truncado su camino si no divide su trabajo en innumerables partes para publicarlas y así cumplir con el requisito de producir industrialmente el conocimiento. Lo que pudo haber sido una sola investigación de largo alcance e impacto social, se convierte en fragmentos que por su dependencia del resto del saber ubicado en las otras partes del estudio originalmente concebido, termina siendo solo un montón de papel almacenado en bibliotecas que casi nadie consulta o en revistas que pocos leen.

La fragmentación del conocimiento también colabora con la mala imagen de la ciencia. La gente quiere y necesita respuestas a sus necesidades, no fracciones de respuestas. La gente necesita leer en las noticias que se halló la cura para enfermedades mortales, no que avanzamos interminablemente hacia ese hallazgo. La confianza social es un activo que se pierde, y eso aplica también para la comunidad científica en la medida en que defraude las necesidades de quienes requieren soluciones constatables.

Incluso desde la perspectiva industrial, cuando la gente deje de creer que con la búsqueda del conocimiento se encuentra la solución a los problemas sociales, se habrá acabado el “negocio” de las universidades. La amenaza está latente: pocos quieren estudiar carreras científicas, pocos quieren —o logran— ser investigadores, pocos quieren ser docentes y la voz crítica y pertinente de la Academia suena cada vez más enmudecida ante los oídos de la sociedad, que en cambio está atenta a sus innumerables y longevas amenazas y problemas.

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