Interioridad y conceptos afines. Religión y ciencia

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El concepto de interioridad no es religioso. Como señala Siciliani (2010), “la interioridad no necesariamente implica una referencia a Dios o a la Trascendencia. Tal como es pensada hoy, se trata de una nueva manera de concebir la condición humana” (p. 125). Como el mismo autor expone, el tema está relacionado con el hecho de que “existen preguntas que no se resuelven con la sola inteligencia, preguntas que tienen que ver con otras facetas de la condición humana que la racionalidad no satisface y que, sin embargo, son importantes y profundamente vitales.” (p. 126).

A pesar de lo anterior, esto es, sin ser la interioridad necesariamente una categoría religiosa y aun siendo una dimensión recientemente reconocida del ser humano, la misma ocupa un lugar esencial en distintas religiones, en las que puede entonces registrarse el origen de dicha concepción. A continuación exploro las visiones que podemos obtener de la interioridad a partir de los textos de las más relevantes religiones. Posteriormente, presento algunos aportes desde la psicología.

Aportes desde la religión. En el Hinduismo, la interioridad se concibe como un espacio o lugar, a la vez que como experiencia: lugar y experiencia de luz, gozo y armonía. En El Bhagavad Gita se afirma que Khrisna, a propósito de la meditación, sostuvo que:

Aquél que halla su felicidad en la visión interior del Conocimiento, tiene sujetos sus sentidos y gozoso el corazón, debido a la experiencia de su propia vida interior. Sólo entonces puede reconocérsele como un Yogui en armonía. Una vez alcanzado este estado, para él, el oro no tiene más valor que las piedras de la tierra. (VI, 8).

Meditar, hacer contacto de manera disciplinada con nuestro interior –nos plantea el Hinduismo– nos da un tipo de conocimiento, un tipo de placer y una concordia que de otro modo no logramos; y estos logros nos conducen a otro de importancia: la transformación de nuestra jerarquía de valores (“el oro no tiene más valor que las piedras de la tierra”).

Por su parte, el Budismo, que es una religión –o sistema filosófico; no discutiré– basada en las enseñanzas de Siddhartha Gautama (Buda), presenta una concepción de interioridad que podemos caracterizar como dinámica: no un espacio, sino un proceso, movimiento o viaje. Tres de los ocho senderos al Nirvana (liberación): esfuerzo, atención y concentración, están relacionados con el samadhi, palabra traducida como meditación, contemplación, recogimiento.

Suzuki, uno de los principales exponentes de la vertiente Zen del Budismo, señala que “el Zen, en su esencia, es el arte de ver dentro de la naturaleza del propio ser, y señala el camino de la esclavitud hacia la libertad”. (Suzuki, 1995/1949, p. 6). En El Dhammapada (1), uno de los textos que recoge las enseñanzas de Buda, se lee “el hombre que medita con diligencia, verdaderamente alcanza la felicidad” (verso 27)

Como puede verse, estas dos religiones dhármicas (2) asocian la interioridad con la transformación personal, enfatizando los logros inherentes de la misma: liberación/iluminación, gozo, paz; en tal sentido, se tratan de visiones inmanentes de la interioridad humana: en ella (o con ella) se alcanzan los más altos niveles de desarrollo personal y felicidad verdadera.

Diferentemente, en las religiones de origen abrahámicas (3) nos encontramos una visión transcendente: la interioridad nos permite encontrarnos con lo que trasciende nuestra limitada existencia individual. Así, el Islamismo concibe la interioridad como un llamado constante y reflexivo a lo divino: “Invoca a tu Señor en tu interior, humilde y temerosamente, a media voz, mañana y tarde (El Sagrado Corán, Sura 30, 205); “¿Es que no reflexionan en su interior?” (Sura 30, 8). Este llamado reflexivo al Señor conduce a una actitud central para esta religión: la sumisión a la voluntad de Dios:
Dios es mi Señor y Señor vuestro. ¡Servidle, pues! Esto es una vía recta».

Pero, cuando Jesús percibió su incredulidad, dijo: ‘¿Quiénes son mis auxiliares en la vía que lleva a Dios?’ Los apóstoles dijeron: ‘Nosotros somos los auxiliares de Dios. ¡Creemos en Dios! ¡Sé testigo de nuestra sumisión!’ (Sura 3, 51-52)
Por su parte, el Cristianismo presenta una concepción enriquecida pero coherente de la interioridad. Por una parte, es en nuestro interior donde se encuentra nuestro verdadero ser: Jesús ubica en nuestro corazón lo esencial al hombre: “No lo que entra en la boca contamina al hombre (…) Pero lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre”. (Mt, 15, 11-18). Además, es en nuestro interior donde se encuentra la fuente de nuestra vida; un proverbio nos lo recuerda: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; Porque de él mana la vida”. (Pr 4, 23); y donde podemos encontrar a Dios: “Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros (…) En esto conocemos que permanecemos en él, y Él en nosotros. (I Juan, 4, 12-13). Interioridad cristiana: búsqueda de nuestra esencia, nuestra verdad, la fuente de nuestra vida, Dios.

San Agustín y San Ignacio ahondan es estas significaciones de la interioridad. Agustín, en sus Confesiones, integra las dos búsquedas cristinas a través de la interioridad: la de nuestro verdadero ser y la de Dios: “Nada sería yo, Dios mío, nada sería yo en absoluto si tú no estuvieses en mí.” (I, ii-2). Y esta búsqueda, nuestro ser consigue su alimento: “Porque tenía dentro de mí hambre del alimento interior, de ti mismo, ¡oh Dios mío!” (III, i, 1). Ese alimento –Dios mismo– obtenemos el don de la justicia: “No conocía tampoco la verdadera justicia interior, que juzga no por la costumbre, sino por la ley rectísima de Dios omnipotente” (III, vii, 13). En una sola frase, San Agustín no ensaña que hablar de interioridad es hablar de la vida (alimento), la verdad (nuestro ser) y la justicia en nosotros; es hablar de Dios.

Por su parte, en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio encontramos la interioridad concebida como examen y como búsqueda. En la Anotación I de Los Ejercicios, Ignacio busca ayudarnos a comprender de qué se tratan los ejercicios. En primer lugar, en la Anotación I nos dice que consisten en un examen de conciencia: “Todo modo de examinar la consciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal y mental, y de otras espirituales operaciones”. Pero –en la misma Anotación– también nos dice que es una búsqueda de orden, de claridad: “todo modo de preparar y disponer el ánima para quitar de sí todas las afecciones desordenadas” con fines de poder encontrar la voluntad de Dios: “y, después de quitadas buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima.”

Este adentrarse de manera ignaciana en la interioridad logra en nosotros un “despertar a la vida diferente” (Huarte, 1012, p. 13), consistente en encontrar nuestro propio camino y lugar en el mundo; el amino y lugar que Dios y no otro ser humano nos indica. San Ignacio recomienda al conductor de los ejercicios, que “no debe mover al que los que lo realizan más a pobreza ni a promessa, que a sus contrarios, ni a un estado o modo de vivir, que a otro”. (Anotación 15). Es decir –y esto es especialmente importante en materia de educación en la interioridad–, que quien asuma el papel de guía o conductor de terceros en el proceso de trabajar la interioridad debe eximirse de orientar las decisiones de éstos: cada quien debe –con base en los descubrimientos que hace en su camino hacia dentro de sí– determinar su propio lugar en el mundo.

Sin hacer explícito el detenido proceso cognitivo de la síntesis, con estos acercamientos conceptuales desde la óptica religiosa, podemos hacer un ensayo de diálogo interreligioso: una integración conceptual de la interioridad. Podemos decir que el término interioridad alude, a la vez, a un viaje y a un estado: un viaje apacible hacia nuestro verdadero ser, a través del cual, paradójicamente, nos trascendemos, y en esa trascendencia, encontramos nuestra verdad, un disfrute imperturbable y la armonía con nosotros y con el mundo.

Psicoanálisis y teorías de inteligencia. En un momento de la evolución de sus planteamientos psicoanalíticos, Freud (1920) propone un par de pulsiones contrarias para explicar los actos y estados mentales humanos, las cuales pueden reinterpretarse desde el esquema interioridad-exterioridad que Jung (1921) adoptó posteriormente en el marco igualmente psicoanalítico (esto lo explicaré posteriormente). El par de pulsiones referidas son la pulsión de vida y la pulsión de muerte, el cual sustituyó en el esquema teórico freudiano al par pulsiones yoicas – pulsiones sexuales (4) . Freud (1920), respecto del principio de placer asociado al psicoanálisis desde sus orígenes, señala que es “una tendencia que está al servicio de una función: la de hacer que el aparato anímico quede exento de excitación, o la de mantener en él constante, o en el nivel mínimo posible, el monto de la excitación” (p. 69); y agrega que, por ello, “el principio de placer parece estar directamente al servicio de las pulsiones de muerte” (p. 61).

Con base en esta asociación freudiana entre la disminución de la excitación orgánica y el principio de muerte, y sin discutir interpretaciones que asocian este principio con la agresión y el odio (5), puede considerarse pertinente interpretar los términos pulsiones de vida y muerte como metáforas que aluden a las tendencias humanas hacia la actividad, la excitación, el desequilibrio, el movimiento (pulsión de vida) y a las tendencias hacia el recogimiento, la calma, el equilibrio, la quietud (pulsión de muerte). En un ejercicio de asociación de términos, la pulsión de vida empuja al exterior y la acción; la pulsión de muerte al interior, al silencio, la reflexión, la meditación.

No es arbitrario ni casual que el mismo Freud (1920) también empleara el término “principio de Nirvana” para referir esa tendencia a la reducción de la excitación, propia del principio de placer y de la pulsión de muerte. Con aquel término se trasmite el concepto hinduista y budista de paz interior y liberación del sufrimiento. Escribe:

Puesto que hemos discernido como la tendencia dominante de la vida anímica, y quizá de la vida nerviosa en general, la de rebajar, mantener constante, suprimir la tensión interna de estímulo (el principio de Nirvana, según la terminología de Barbara Low [1920, pág. 73]), de lo cual es expresión el principio de placer, ese constituye uno de nuestros más fuertes motivos para creer en la existencia de pulsiones de muerte. (p. 54)

Por su parte, Jung (1921), desde un mismo marco psicoanalítico, enfoca su estudio de los tipos psicológicos desde el par de tendencias básicas de extraversión e introversión, cruzada con la presencia de cuatro funciones cognitivas básicas: sentir, percibir, intuir y pensar (6). Al inicio de la exposición de sus planteamientos, aclara que “todo individuo posee ambos mecanismos, el de la extraversión y el de la introversión, y sólo el predominio relativo de uno de ellos constituye el tipo” (p. 13). En una de las descripciones de ambos mecanismos, señala lo que tienen en común las distintas caracterizaciones que de las referidas tendencias se han hecho desde distintos enfoques:

En un caso el movimiento del interés hacia el objeto y en el otro caso el movimiento del objeto al sujeto y sobre sus propios procesos psicológicos. En el primer caso el objeto actúa magnéticamente sobre las tendencias del sujeto, las atrae sobre sí, condicionando en gran medida al sujeto, incluso enajenándole y alterando sus cualidades en el sentido de una asimilación del objeto, hasta tal punto, que se diría que el objeto es de importancia mayor y decisiva en último término para el sujeto (…) En el segundo caso, en cambio, el sujeto es el centro de todos los intereses. Diríase que toda energía vital busca al sujeto e impide así de continuo que se otorgue al objeto una influencia excesiva. (pp. 13-14).

De acuerdo con la tipología de personalidad del autor, la extraversión es el modo de ser de quienes muestran interés en asuntos externos, por lo que generalmente son más sociables y están más pendientes de los acontecimientos de su entorno, actuando de acuerdo con éstos. Contrariamente, la introversión es, el modo de ser de quienes manifiestan interés por sus procesos internos: sus pensamientos y sentimientos, tendiendo a actuar de acuerdo con dichos procesos. Se hace notar acá la afinidad de las antes señaladas pulsiones de vida y pulsiones de muerte freudianas.

Tanto Freud como Jung permiten comprender que la interioridad y lo que puede entenderse su polo contrario, la exterioridad, no son alternativas excluyentes; en todos nosotros, en alguna medida, se manifiesta cada una de dichas tendencias. En un encuentro interreligioso cristianismo-budismo, el teólogo Andrés Torres Queiruga (2003, cp. Ormaethe, 2003) afirma que:

Es claro que la vida humana tiene que ser siempre este entrecruce de las dos formas, por un lado tiene que ser esta autoeducación, este cultivo de la interioridad para hacerse receptivo, poroso ante estas llamadas de la realidad tanto profunda como social, y, al mismo tiempo tender a influir en la realidad para mejorarla y que incluso nosotros nos podamos implicar en ella. (Torres Queiruga, cp. Ormaethe, 2003, sp.)

Es también la propuesta de “acción y oración” frecuentemente encontrada en la literatura cristiana. En la confluencia de la interioridad y la exterioridad se abre la posibilidad de que el cultivo de la primera conduzca a una actuación comprometida con el mundo: con la naturaleza y con los hermanos que en ella cohabitan. Con sustento en la narración de Lucas sobre la visita de Jesús a la casa de María y de Marta, el Papa Francisco nos dice que la contemplación y el servicio al prójimo “No son dos comportamientos contrapuestos, sino, al contrario, son dos aspectos ambos esenciales para nuestra vida cristiana; aspectos que no van nunca separados, sino vividos en profunda unidad y armonía.” (Papa Francisco, 2013)

He aquí otro aspecto relevante para la educación en la interioridad: ésta no consiste en el ensimismamiento.
Volviendo a los aportes sobre interioridad desde la perspectiva psicológica, nos encontramos con propuestas dadas en el marco del estudio de la inteligencia. En clara disconformidad con la reducción del constructo inteligencia a aspectos o dimensiones exclusivamente intelectivas se han generado propuestas que, además de incorporar aspectos afectivos y emocionales (contenidos afines a propuestas sobre interioridad), incluyen habilidades relativas al conocimiento de sí mismo. Es el caso, por ejemplo, de la teoría de las inteligencias múltiples de Gadner y las teorías de la inteligencia emocional de Goleman y de Salovey y Mayer.

Gadner (1998) incluye en su modelo octaédrico a lo que denomina inteligencia intrapersonal: “el potencial para comprenderse a sí mismo y de tener una imagen efectiva y funcional de sí mismo, la cual incluye a los propios deseos, miedos y capacidades y utilizar dicha información efectivamente en la regulación de la propia vida” (p. 59) Esta inteligencia, claramente relacionada con lo que se comprende como interioridad, se vincula con otra, la inteligencia interpersonal: “capacidad de la persona para entender las intenciones, motivaciones y deseos de otras personas y, en consecuencia, para trabajar eficazmente con y para tener un sentido de empatía por los demás”. (pp. 58-59).

Estas dos inteligencias (intra e intepersonal) son presentadas de manera integrada –por lo menos a nivel conceptual–en una sola en el constructo inteligencia emocional que proponen tanto Goleman como Salovey y Mayer (1997, cp. Hakkak, Nazarpoori, Najmeddin & Ghodsi, 2015). De acuerdo con Goleman (1995, cp. Karadag, 2013), la inteligencia emocional se refiere a un conjunto de habilidades personales y sociales que le permiten a la persona: a) conocer sus emociones, evaluarse de manera realista y tener autoconfianza; b) controlar sus emociones, logrando equilibrio emocional y congruencia de éstos con sus pensamientos; c) automotivarse, con tendencia al éxito, el emprendimiento y la persistencia; d) ser empático, tendiendo a comprender a los demás y a estar dispuesto a servirles; e) socializar exitosamente, gracias a una comunicación efectiva, orientación a la solución de problemas y capacidad para coordinar equipos.

Salovey y Mayer (1997, cp. Hakkak, Nazarpoori, Najmeddin & Ghodsi, 2015), similarmente, conciben la inteligencia emocional como “la habilidad para tener una correcta percepción de las emociones, emplear éstas de manera sabia, comprenderlas y manejarlas eficazmente tanto en sí mismo como en los demás” (p. 131).

Puede notarse en estas tres propuestas alternativas sobre inteligencia, que aspectos vinculados con el manejo de los contenidos de la propia subjetividad correlacionan (en el caso de Gadner) o van juntos (como en Goleman, Salovye y Mayer) con aspectos asociados con las relaciones con los demás. Este hecho muestra que un indicador de la interioridad de una persona (en tanto recorrido al propio interior) es la capacidad de ésta para relacionarse positivamente con los demás. Más adelante se exponen otros indicadores.

Por otra parte, y con una perspectiva de orientación transcendental, se encuentran otro grupo de teorías no intelectivas de inteligencia, altamente asociadas con el concepto de interioridad. Me refiero a las teorías sobre inteligencia espiritual. Tal como señala Vialle (2007):

Algunos escritores han teorizado sobre la naturaleza de una inteligencia espiritual (Emmons, 1999; Kerr & McAlister, 2002; Noble, 2001; Sisk & Torrance, 2001; Zohar & Marshall, 2000). Cada una de estas teorías sostiene que la espiritualidad opera como una inteligencia integradora, al concebir la espiritualidad como conexión con los demás, con la naturaleza y el cosmos, así como conexión al interior del individuo al integrar mente, corazón, cuerpo y alma. (p. 175)

Ahora, me detendré en una teoría no señalada por la referida autora, pero que tiene la particular característica de haber operacionalizado su concepto de inteligencia en un instrumento sometido a validación psicométrica. Se trata de la teoría de la inteligencia espiritual de David King (2013).

King (2013) presenta dos definiciones de la inteligencia espiritual. La primera de éstas –formulada de manera que puede ser comprendida como circular– señala que la misma “es la aplicación adaptativa de nuestra espiritualidad en la vida diaria. Es decir, implica emplear nuestra espiritualidad para resolver problemas, hacer planes y adaptarnos a los retos de la vida” (p.6). Tal vez comprendiendo la circularidad de la definición y, por tanto, la necesidad lógica de que sea explicado lo que se comprende como espiritualidad, presenta otra definición, la cual se orienta a darle a su teoría –desde su formulación básica– validez en el campo científico de la psicología: “conjunto de habilidades mentales que contribuyen a la toma de conciencia, la integración y la aplicación adaptativa de un conjunto de aspectos inmateriales y trascendente de la propia existencia” (p. 6)

En el mismo texto citado, King desarrolla la definición expuesta, analizando sus componentes; en el análisis, muestra la conexión entre las partes. Por los referidos aspectos inmateriales y transcendentes se refiere a “un sentido de significado o propósito, un profundo sentido de sí mismo, una visión global de la realidad y un estado espiritual de la conciencia”. (p. 6). Con la toma de conciencia se refiere a “una profunda percepción de estos aspectos inmateriales y transcendentales” (p. 6). Con la integración, hace referencia al “establecimiento de vínculos entre los referidos aspectos inmateriales y transcendentes” (p. 6). Y con la aplicación adaptativa se refiere al “uso de las habilidades espirituales para responder positivamente a las situaciones problemáticas de la vida”. (p. 6)

En esta concepción de inteligencia espiritual pueden notarse dos aspectos de interés: a) está notablemente centrada en habilidades que el individuo ejerce sobre sí mismo (sobre su ser interior); b) un marcado sello transcendental, esto es, una visión de la interioridad en la que ésta aparece como un estado o proceso gracias al cual el individuo se conecta con una realidad que lo supera y abarca. En este sentido, la teoría manifiesta afinidad con el punto de vista religioso expuesto en la primera parte de este artículo.

Sintetizando los aportes dados desde los enfoques religiosos y psicológicos expuestos, podemos ahora ensayar una segunda definición de interioridad. Podemos comprender por ésta una disposición personal –humana pero más marcada en unos que en otros– a hacer contacto consciente y positivo con los propios estados y procesos internos: sentimientos, emociones, motivos, creencias, logrando el conocimiento de sí mismo, la armonía y bienestar interior, a la vez que –saliendo de sí mismo– el contacto nutritivo con los demás, con la vida en general y con una realidad que le engloba, transciende y, por tanto, le mantiene en unidad con el universo.

Marcos Requena

NOTAS:
(1) A decir de Ramiro Calles en el prólogo de su traducción del Dhammapada (1994), este es “el texto más popular entre los budistas (…) Y es tan apreciado entre los budistas, como el Gita éntrelos hindúes, el Tao Te King entre los taoístas o los Evangelios entre los cristianos” (p. 10-11)
(2) Se trata de las religiones de origen indio, que giran en torno al concepto complejo de dharma: conducta correcta, virtud, mérito, intención, ley universal presente en el individuo, doctrina,
(3) Religiones que comparten la tradición sustentada en las enseñanzas de Abraham. Presento solamente la visión del Islamismo y del Cristianismo, dada la gran cercanía en la materia de esta última y el Judaísmo.
(4) El análisis sostenido por Freud lo llevó a concluir que el ego también era objeto y repositorio de pulsiones sexuales.
(5) Fred (1920) señala que el par amor (ternura) – odio (agresión) es un par que ofrece pero no cumple esclarecimiento del par pulsión de vida – pulsión de muerte.
(6) Acá no se ahondará en la amplia clasificación de los tipos de personalidad que surge del cruce de las dos tendencias básicas y de las cuatro funciones cognitivas.

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