Lejano comunismo ruso

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Había nacido en un pueblo rural de Santiago del Estero, entre los árboles y el río. Había aprendido el socialismo utópico y conservador de la boca de su padre, un aristócrata corresponsal de La Nación, perdido en el monte ralo. El padre de mi abuelo era patrón de estancia y periodista de ocasión. Escribía notas en medio de los coyuyos, en la oscuridad helada y compasiva. En esa atmósfera virgiliana, bucólica, mi abuelo Juan aprendió a leer a Lenin y a Marx.

La suya era una teoría de la igualdad que había surgido en la indiferencia de la naturaleza. Quizás por eso, más grande, solía acompañar sus breves peroratas sobre la condición humana con leves muecas faciales agobiadas por el silencio profundo, un vasto desierto que llevaba incorporado en su personalidad como una copa amplia y vacía.

¿Qué tenían en común el silencio rural de Santiago y la febril estepa rusa? Solo él lo sabía. Y había que adivinar en los gestos, en el andar, en el severo ademán de sus manos una huella de esa misteriosa unión entre la joven aristocracia rural y la pasión por los pobres.

Un día dijo que era un defensor anacrónico de un pueblo que no había conocido nunca. Creo que fue la definición más justa de una pasión que se perdió en la historia. ¿Por qué nos empeñamos en levantar el dedo por algo desconocido? Las ideas son bellas en el orbe destemplado del Topos Hiper Uranós pero cuando descienden a la selva de lo real se arruinan y producen masacres. Ya lo sabía Cioran, ese plúmbeo pensador despechado que olvidó Rumania para quedarse en la lengua poderosa de París.

Los peronistas lo persiguieron hasta que lo descubrieron. Triste y casi vencido, mi abuelo decidió esconder en el jardín de su casa los libros rusos. No sólo los cuerpos se pudren. Bajo el verdadero polvo –esa tierra húmeda e inmortal– quedaron los años de militancia ciega y esa valentía nudista para sacar a la luz las ideas arcaicas del comunismo.

Porque él se había diferenciado de su padre. Si el viejo patrón de estancia andaba en un Ford pulcro y negro y defendía las ideas del socialismo utopista, mi abuelo se metió en el fango de las vías –llegó a ser jefe de estación– para toparse con la mugre de la historia y para defender a los pobres desde el lejano comunismo ruso. Al fin de cuentas, todos los hijos son parricidas. Y él fue la oveja descarriada y fue el que enterró los libros para vivir.

Por Fabián Soberón
@fabiansoberon