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Donald Trump se ha convertido en el 45º presidente de Estados Unidos, y muchos siguen insistiendo en que representa el fin de una era, pues la supremacía anglosajona habría terminado por propia iniciativa. Los que vienen augurando desde hace décadas el advenimiento de la hegemonía china o la inviabilidad de la globalización vislumbran por fin sus expectativas.

Muchas de las causas señaladas para que este tipo de líder político haya llegado al poder, parecen ajustarse a la realidad; las frustraciones de la globalización o la revancha blanca fortalecen el amparo nacionalista, pero hay una que subyace tanto en el desencadenamiento de este encierre anglosajón como en su explicación: una inmediatez llena de superficialidad solidifica la ignorancia que empuja a entregarse a la imagen audaz, encarnada en este presidente del decreto-tweet.

Al mismo tiempo, quienes critican estupefactos esta elección caen en la misma dinámica: el suicidio del imperio, el fin de la globalización o el triunfo de Putin no son más que razonamientos ligeros. Unos necesitan visualizar una política veloz, los otros profetizan el apocalipsis. De este modo, todos apuran un repentino e ineluctable vuelco del sistema con una colosal falta de prudencia.

China tiene un peso en la economía global comparable al estadounidense, sin embargo, es difícil que la fuerza de trabajo sobreexplotada, la manipulación de divisas, la absorción de deslocalización y el dumping sean la base del dominio mundial de un Estado desprovisto además de esa ambición. Las ventajas absolutas de Estados Unidos aún se mantienen estables; la clave fundamental sigue siendo que cualquiera puede transformarse en estadounidense, mientras que China es socialmente y políticamente monolítica.

Por otra parte, con un ex agente del KGB enquistado en el poder, Rusia seguiría desarrollando su política consagrada al espionaje, aunque su kompromat, es decir, la táctica de conseguir información comprometida para chantajear, como principal arma no parece tan efectiva con los desvergonzados.

El desenfrenado ímpetu comercial chino y la nostalgia imperial rusa, por mayor peso global que hayan logrado, y que pueden seguir obteniendo, tendrán bastantes escollos para proponer e inaugurar una nueva era.

Del mismo modo, pocos observan que más que desprestigiar la democracia, el Brexit y Trump deberían ser puntos de inflexión para mejorarla: ya siendo imperfecta la regla de la mayoría, se espera que al menos sea clara; los referéndums sobre temas importantes no se conciben sin una mayoría cualificada, y, con un ganador con millones de votos menos, parece necesario también actualizar el sistema electoral estadounidense. Si no fuera por esta irresponsabilidad política, tal vez premeditada por algunos, hoy Trump y el Brexit serían avisos pero anécdotas. Tanto Estados Unidos como Reino Unido no tienen que ir muy lejos, justo en el medio de la estela cultural británica está el mejor ejemplo de claridad y multiculturalidad: Canadá.

Los tiempos que corren invitan a reflexionar con más detenimiento, analizando con miras a ajustar los fallos de una globalización que no se muestra como un sistema previsible y uniforme. Roma no sucumbió con Nerón, y la historia confirma que, al menos a largo plazo, muchos traumas políticos impulsan posteriores mejoras a través de los complicados juegos de la reacción.

Con todo, la política no es un reality show pero tampoco es un proceso estático, y el antecedente reciente de los errores reiterados de la demoscopia obliga a una necesaria y paciente humildad intelectual en el plano geopolítico para elaborar respuestas inteligentes según se materializa la retórica, puesto que lo pueril no puede ser contestado de modo adolescente.

Si bien muchas cosas ya han empezado a cambiar, aún hay margen para que exista la posibilidad de que ni el Brexit ni la presidencia Trump lleguen a ser tan dramáticos o determinantes como auspician las voces de lo inminente.
Augusto Manzanal Ciancaglini Politólogo