La seguridad jurídica de las inversiones extranjeras

Proponemos a nuestros lectores, por considerarlo de interés, el artículo publicado en “El Correo Gallego” por el letrado Antonio Viñal, del  bufete Avco-Legal 

 

La seguridad jurídica es uno de los principios básicos de nuestro ordenamiento jurídico, y como tal lo tiene, en efecto, junto a otros principios, el artículo 9.3 de nuestra Constitución. En esta línea, la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del procedimiento administrativo común de las administraciones públicas, establece, en el apartado 1 de su artículo 129, que la Administración pública, en el ejercicio de la iniciativa legislativa y la potestad reglamentaria que le es propia, actuará de acuerdo con dicho principio; y confirma, en el apartado 4 de este mismo artículo, que, a fin de poder garantizarlo, la iniciativa normativa se ejercerá de manera coherente con el resto del ordenamiento, para generar un marco normativo estable, predecible, integrado, claro y de certidumbre, que facilite su conocimiento y comprensión y, en consecuencia, la actuación y toma de decisiones de las personas y las empresas.

Si la importancia de este principio resulta evidente, pues, para “la actuación y toma de decisiones de las personas y las empresas”, en el caso concreto de las inversiones extranjeras, esenciales para la buena marcha de nuestra economía, esta importancia es, si cabe, proporcionalmente mucho mayor. Por ello, cuando se produce una quiebra del mismo, como se ha producido con ocasión de los cambios introducidos en el régimen de promoción de las energías renovables desde 2007 hasta su eliminación en 2014, de los frustados intentos de superar la fragmentación del mercado mediante la Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de garantía de la unidad de este último, o de las sucesivas reformas del régimen de inversiones extranjeras a raíz de la pandemia, el entorno que nuestro país debería ofrecer para atraer este tipo de inversiones no es todo lo estable, predecible y claro que debería ser.

En el caso de las energías renovables, las modificaciones introducidas en su marco regulatorio a lo largo de los años, entre el Real Decreto 661/2007 y el Real Decreto 13/2014, supusieron no sólo una reforma abrupta y progresiva del régimen de incentivos vigente, sino también una violación de los compromisos asumidos por España en el Tratado de Lisboa sobre la Carta de la Energía. Las reclamaciones de los inversores extranjeros por los recortes retroactivos acometidos desde 2012, y que ascienden a más de 7.700 millones de euros, se continúan sustanciando ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (CIADI). Aunque algunos de ellos desistieron, acogiéndose al régimen retributivo excepcional ofrecido por el Real Decreto-ley 17/2019, de una rentabilidad fija del 7,398 % hasta 2031, la mayoría ha decidido seguir adelante, con resultados dispares para nuestros intereses.

El mercado español es, a los ojos del inversor extranjero, no un mercado, sino más bien diecisiete mercados, con sus correspondientes sistemas regulatorios, no siempre fáciles de entender y de aplicar. En su día, el Gobierno de turno, consciente de que esta fragmentación desincentivaba la inversión, trató de ponerle remedio mediante la Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de garantía de la unidad de mercado. Con el fin de proteger a los operadores económicos, implantó diversos mecanismos en el ámbito de la libertad de establecimiento y la libertad de circulación, ya que sólo así, mediante esta protección, se podía dar una solución a los obstáculos y barreras existentes. Pero un recurso de inconstitucionalidad promovido por la Generalidad de Cataluña, y la sentencia subsiguiente, que declaró nulos los artículos 19 y 20 y determinados apartados del artículo 18, nos devolvió, en cierto modo, al punto de partida.

Apenas ha habido sectores o ámbitos económicos, aparte de los más importantes, los sanitarios, obviamente, que no se hayan visto afectados por la pandemia, y el de las inversiones extranjeras no podía ser una excepción, y de hecho no lo ha sido. La Ley 19/2003, de 4 de julio, sobre régimen jurídico de los movimientos de capitales y de las transacciones económicas con el exterior, que hasta entonces había dotado de una cierta estabilidad al sistema, y que había consagrado un régimen general de liberalización de este tipo de inversiones, ha sido enmendada por tres Reales Decretos-leyes (8/2020, 11/2020 y 34/2020), por medio de los cuales se suspende este régimen.

El problema no es sólo la suspensión del mismo, que lo es, sino la necesidad de tener que recurrir a tres normas sucesivas para abordar una misma cuestión, y de hacerlo, además, con notables carencias, desproporciones y disfunciones, fruto de una improvisación que no debería ser tal, al contar –nos guste o no– con el precedente del Reglamento (UE) 2019/452.

En su viaje a Angola, el presidente del Gobierno dijo en una de sus intervenciones públicas que había que abrirse a las inversiones extranjeras, pero no sé si esta declaración tenía por objetivo estimular el celo de su interlocutor angoleño en este ámbito, o era más bien una reflexión en alta voz de su propio subconsciente, alertado, entre otros ejemplos, por los tres que acabo de mencionar. En este sentido, por si no fuera así, convendría recordar que el Banco Mundial sitúa a España, en el apartado de constitución de sociedades de su Informe Doing Business 2020, en el puesto 97 de un total de 190 países consultados, poniendo de relieve con ello las penalidades de un inversor extranjero –también nacional, claro– a la hora de abrir un negocio. A ello hay que añadir las recientes manifestaciones de la ministra de Hacienda de subir todavía más el impuesto de sociedades, con el fin, supongo, de facilitar aún más esta clase de inversiones.

Antonio Viñal 

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